He vuelto a las bibliotecas públicas después de mucho tiempo sin pisarlas. En la Biblioteca Central de Coslada a finales de agosto me encontré frente a la autobiografía de Woody Allen, A propósito de nada y no pude resistirme. Me perdí la época dorada de Woody Allen y llegué a él en los 90, época en que pretendía convertirme en un entendido del cine y compraba la revista Fotogramas todas las semanas. Fue muy celebrada su Poderosa Afrodita y saludada una jovencísima Mira Sorvino como una gran actriz que con el paso del tiempo no llegaría a consolidarse. Ahora, en esta película estaba estupenda y divertidísima. Y, aunque me encandiló la película y me pareció un cineasta interesante, no me volví loco por seguir sus estrenos hasta 10 años después, con Match Point, una película que me encantó y que se apartaba de sus clásicas comedias protagonizadas por él mismo. Después vendrían Scoop, Blue Jasmine, Magia a la luz de la luna, hasta Café Society, todas me dejaron buen sabor de boca. En el siguiente enlace web encontramos la filmografía del director estadounidense, en orden cronológico, hasta 2017. En este otro, la revista Vanity Fair se atreve a ordenarlas de peor a mejor.
Así que tenía mucha curiosidad por leer lo que Woody tenía que contar sobre sí mismo. Se revela un apasionado del cine desde la infancia en su Brooklyn natal hasta sus precoces escapadas del colegio (del que no rescata ni un solo recuerdo positivo, y mucho menos de sus maestras) a Manhattan en metro, para meterse en cualquier sala en que proyectaran una película de su interés, salas de cinematografía como esas a las que rinde homenaje con la celebérrima escena de Jeff Daniels y Mía Farrow en La rosa púrpura de El Cairo. Desfilan montones y montones de nombres propios en las primeras cien páginas del lilbro: familiares, compañeros de oficio, productores, actores y, sobre todo, actrices. Los primeros trabajos como guionista para otros cómicos, sus incursiones en shows en vivo como monologuista, colaboraciones para programas de televisión hasta su flechazo con el mundo del cine en dos experiencias que no salieron mal del todo. Y, a partir de ahí, su fichaje por la potente United Artists, la cual le concedió muy pronto el control total sobre los proyectos que emprendería, algo que Woody Allen califica de trascendental para entender su evolución posterior. Toma el dinero y corre fue un éxito más allá de cualquier expectativa. Nos cuenta que décadas después, los hombres de negro empezaron a preocuparse porque los proyectos que emprendía el bueno de Woody ya no eran sinónimo de éxito en la taquilla. Ocurrió con tres películas consecutivas, entre 2002 y 2004: Todo lo demás; Un final made in Hollywood y Melinda y Melinda. Estaba previsto que su siguiente película, Match point, se rodara en Nueva York, pero problemas irresolubles que afectaban a la financiación y que podían acarrear que Woody Allen por vez primera en décadas tuviera que ceder parte del control artístico de la producción, así como una oferta de financiación imposible de rechazar procedente de Londres (si la acción de la película se desarrollaba en la capital británica) terminaron de decidirle a dar el salto para rodar en Europa, como había hecho en la primera película en la que participó el genio neoyorquino, la ya lejana What's up, Pussycat? La fórmula fue un éxito y se repetiría en años ulteriores con nuevas ciudades y nuevas películas. De nuevo, Londres, y después París, Roma, y Barcelona recibieron al director con los brazos abiertos. Y así ha sido hasta hoy, con la recientemente estrenada Rifkin's Festival, rodada en San Sebastián. Para Woody Allen a las facilidades para el rodaje y a las oportunidades de financiación se sumaba la posibilidad de proporcionar a su familia (Soon Yi y sus dos hijas) la experiencia cultural de vivir en lugares diferentes, iconos de Europa, por unos meses, disfrutar del turismo, de los museos, de la gastronomía... Es casi la única razón para alejarse de su querida Nueva York, a la que volvió en su penúltima película hasta la fecha Día de lluvia en Nueva York.
Y llegamos al asunto más espinoso de la biografía y de la vida del director. La acusación por parte de Mía Farrow a su entonces pareja, Woody Allen, de violar a una menor (Soon Yi), hija adoptiva de la actriz y de abusar sexualmente de la hija de ambos, Dylan, que entonces contaba 7 años. Woody Allen se defiende sin grandes aspavientos. Reconoce lo irregular e infrecuente de su enamoramiento de la mujer a la que, durante años, había visto como una niña, con el agravante de ser la hija adoptiva de su pareja. A partir de ahí, defiende un amor que ha perdurado, hasta la fecha de hoy, durante más de 25 años. Según el director, todo sucedió dentro de la legalidad, Soon Yi y él empezaron su relación tras la mayoría de edad de ella. La acusación de Mía Farrow se debió al deseo de venganza y al despecho tras ser abandonada. Y la pequeña Dylan fue inducida por su madre a inventar un relato que, a fuer de ser repetido a la niña una y mil veces, cobró vida en su imaginación y se convirtió en un recuerdo de algo que no había sucedido realmente. Aduce que fue absuelto de la acusación porque el testimonio de su hija adolecía de verosimilitud e incurría en contradicciones y que, años más tarde, cuando Soon Yi y él decidieron adoptar a sus hijas, no existió ningún informe contrario a su idoneidad como padre adoptivo. Denuncia que, a pesar de todo lo anterior, la sentencia del juez Elliot Wilk le absolvió del delito de abuso sexual, pero le retiró la custodia de su hija y le privó de una de las mayores satisfacciones de su vida: ejercer de padre de Dylan, a la que adoraba. La historia en los últimos años es bien sabida: la denuncia pública de Dylan, ya cumplidos los treinta, contra su padre, que ha vuelto a poner en la portada de los tabloides a Woody Allen. Acusación amplificada por el movimiento "Me Too", que ha generado el rechazo a trabajar con el director por parte de numerosos actores y actrices en ningún proyecto cinematográfico y el arrepentimiento de haber participado en otros anteriores. De todo ello se queja amargamente el neoyorquino y declara sentirse, por ello, víctima de una injusticia.
¿Y qué pensamos nosotros de todo esto? Pues que tal vez deberíamos leer la biografía de Mía Farrow o de Dylan Farrow, para equilibrar los relatos. Pero íntimamente deseamos que las acusaciones que se le imputan no sean ciertas, que el hombre haga honor al gran director de mujeres que es Woody Allen, que ha cooperado para que algunas de sus intérpretes femeninas consiguieran sendas estatuillas doradas. Nos gustaría pensar que alguien capaz de retratar con tanta ternura a Mariel Hemingway en Manhattan; a la encantadora Diane Keaton en Annie Hall; a la esposa deliciosa, hermana comprensiva e hija abnegada que representaba Mía Farrow en Hannah y sus hermanas; a la arrebatadora Scarlett Johansson en Match Point, a Cate Blanchett en estado de gracia encarnando a una elegante y frívola mujer que, a pesar de haber tocado fondo, se nos muestra entrañable y mantiene su dignidad contra viento y marea; y tantas y tantas actrices gloriosas en tantos papeles inolvidables no pudo abusar sexualmente de su hija de siete años. Y si la vida se pareciera un poco al cine, ese guion repulsivo sería imposible, ni siquiera, de imaginar.
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