Para esta
lectura, he utilizado un libro que creía estaba entre las joyas de mi
biblioteca. Pero basta una búsqueda en Iberlibro para descubrir que es una
edición barata y frecuente. Se trata de un libro en octavo, una edición en pasta dura de Plaza & Janés, publicada en 1963. La
traducción es de Juan G. de Luaces. En cuanto a la obra, consta de cien relatos
que fueron escritos entre 1351 y 1353. ¿Por qué leerla entonces? De las muchas
razones que podrían aducirse, transcribo las primeras páginas del libro, para
que, salvando la distancia de nuestra época actual con la Europa del siglo XIV
asolada por la peste, el lector extraiga sus conclusiones y considere cuáles
son las diferencias y cuáles las
similitudes, algunas de las cuales ponen la carne de gallina. Así, el fragmento
que comienza en la página 16 y llega hasta la 19 reza así:
“Y digo, pues,
que ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado al
número de 1348, cuando en la egregia ciudad de Florencia, bellísima entre todas
las de Italia, sobrevino una mortífera peste. La cual, bien por obra de los
cuerpos superiores, o por nuestros inicuos actos, fue, en virtud de la justa
ira de Dios, enviada a los mortales para corregirnos, tras haber comenzado
algunos años atrás en las regiones orientales en las que arrebató innumerable
cantidad de vidas y desde donde, sin detenerse en lugar alguno, prosiguió,
devastadora, hacia Occidente, extendiéndose de continuo. Y no valían contra
ella, previsión ni providencia humana alguna, como limpiar la ciudad operarios
nombrados al efecto, y prohibirse que ningún enfermo entrase en la población, y
darse muchos consejos para conservar la salud, y hacerse, no una, sino muchas
veces, humildes rogativas a Dios, en procesiones ordenadas, y de otras maneras,
por las personas devotas. En todo caso, lo cierto fue que, al principiar la
primavera del año antedicho comenzaron a manifestarse, horrible y
milagrosamente, los dolorosos efectos de la pestilencia. Mas no obraba como en
Oriente, donde al verter sangre por la nariz era signo seguro de muerte
inevitable, sino que aquí, al empezar la enfermedad, nacíanles a hembras y
varones, en las ingles o en los sobacos, unas hinchazones que a veces
alcanzaban a ser como una manzana común, y otras como un huevo, y otras menores
y mayores otras. Daba la gente ordinaria a estos bultos el nombre de bubas. Y,
a poco espacio, las mortíferas inflamaciones empezaron a aparecer
indistintamente en todas partes del cuerpo; y en seguida los síntomas de la enfermedad
se trocaron en manchas negras o lívidas que en brazos, muslos y demás partes
del cuerpo sobrevenían en muchos, ora grandes y diseminadas, ora apretadas y
pequeñas. Y así como la buba primitiva era, y seguía siendo, signo certísimo de
futura muerte, éranlo también estas manchas. Para curar tal enfermedad no
parecía servir ni consejos de médicos ni mérito de medicina alguna, bien porque
la naturaleza del mal no lo consintiera, o bien porque a la ignorancia de los
medicamentos (cuyo número, aparte del de los hombres de ciencia, había, entre
hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de medicina, héchose
grandísimo) se escapase el origen del daño y el modo de atajarlo. Y así, no
solo eran pocos los que curaban, sino que casi todos, al tercer día de la
aparición de los supradichos signos, cuando no algo antes o algo después,
morían sin fiebre alguna ni otro accidente.
Adquirió aquella
peste mayor fuerza porque los enfermos la transmitían a los sanos al comunicar
con ellos, como el fuego a las cosas, secas o empapadas, que se le acercan
mucho. Y aun esto se agravó al extremo de que no solo el hablar o tratar a los
enfermos producía a los sanos enfermedad y comúnmente muerte, sino que el tocar
las ropas o cualquier objeto sobado o manipulado por los enfermos, transmitía
la dolencia al tocante. Maravilloso sería oír lo que afirmo si los ojos de
muchos y los míos propios no lo hubiesen visto, de manera que yo no osaría
creerlo, y menos escribirlo, si mucha gente digna de fe no lo hubiese visto u oído.
Y digo que de tanto poder fue la naturaleza de la sobredicha pestilencia, en
materia de pasar de uno a otro, sino que las cosas del enfermo o muerto de la
enfermedad, si eran tocadas por animales ajenos a la especie humana, los
contagiaba y aun los hacían morir en término brevísimo. Por mis propios ojos
(como ha poco dije) presencié, entre otras veces, esta experiencia un día:
yacían en la vía pública los harapos de un pobre hombre muerto algo antes, y
dos puercos, llegándose a ellos, oliéronlos y asiéronlos con los dientes, según
su costumbre, y a poco, tras algunas convulsiones como si hubieran tomado
veneno, ambos cayeron muertos en tierra sobre los mal compuestos andrajos.
Estas cosas, y muchos otras semejantes y hasta peores, provocaron
numerosas imaginaciones y miedos ente los que conservaban la vida, quienes no
miraban más que a una finalidad harto cruel: la de alejarse de los enfermos y
de sus casas, con lo que creían adquirir salud. Había no pocos que entendían
que el vivir moderadamente y guardarse de toda superfluidad ayudaba mucho a
resistir tan mal accidente, y así, reuniéndose en grupos, vivían separados de
todos los demás, recogiéndose en sus casas y recluyéndose en lugares donde no
hubiese enfermo alguno. Procuraban, de esta suerte, vivir mejor, consumiendo
muy temperadamente delicadísimos manjares y excelentes vinos, rehuyendo toda
lujuria, sin hablar con nadie, sin querer recibir de fuera noticia alguna de
muertos o enfermos, y gozando de las músicas y demás placeres que tuviesen a su
alcance. Otros, opinando lo contrario, decían que el gozar y el beber mucho, y
el andar solazándose, y el satisfacer todos los apetitos que se pudiese, y el
reírse y burlarse, era medicina infalible contra el mal. Y lo que decían,
poníanlo en práctica según sus medios, y día y noche erraban de taberna en
taberna, bebiendo sin medida y sin tino, y aún excediéndose más en las otras
cosas que les venían en grado o placer. Podían entregarse a esto con ligereza,
porque todos (como si no debieran seguir viviendo) habían dejado sus asuntos en
abandono, por lo que la mayoría de las casas eran tal que de dominio común y
usábanlas, los extraños, si les apetecía, como los propios dueños. Y con esta
bestial conducta, siempre los enfermos se alejaban de los que la seguían.
Tanta aflicción y miseria de nuestra ciudad hicieron que la venerable
autoridad de las leyes, así humanas como divinas, decayera y se disolviese, ya
que los ministros ejecutores de ellas habían, como los demás hombres, muerto o enfermado,
o encerrádose de tal modo con sus familias, que no podían cumplir oficio alguno
por lo que a cualquiera le resultaba lícito ejecutar lo que se le antojare.
Entre estos dos extremos dichos, muchas otras genes llevaban una vida
intermedia, ni recluyéndose en sus viviendas, como los primeros, ni
excediéndose en beber y otras disoluciones tanto como los segunos, sino usando,
según su apetito, las cosas en cantidad suficiente y no encerrándose, mas
andando con flores en las manos unos, con hierbas aromáticas otros y algunos
con diversos estilos de especias. Llevábanse a la nariz de vez en cuando estas
cosas, creyendo óptimo confortar el cerebro con tales aromas, para combatir el
aire, fétido y cargado de los hedores de los cadáveres, de la enfermedad y de
los medicamentos. Algunos, con más crueles sentimientos (como si ello fuese más
seguro) decían que no había contra el mal medicina mejor que escapar de él; y
movidos por esta opinión, no pensando en nada sino en sí mismos, muchos hombres
y mujeres abandonaron su ciudad, sus casas, sus lugares, sus parientes y sus
cosas, y buscaron el campo ajeno o el propio, cual si la ira de Dios, al
castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste, no pudiera extenderse a
cualquier parte, sino que solo hubiera de oprimir a los que se hallasen dentro
de los muros de la ciudad; o cual si ninguna persona debiera permanecer en
ella, so pena de que le llegara la última hora.
Mas aun cuando los que tan diversamente opinaban no todos muriesen, no
por eso se salvaban todos, sino que, enfermando muchos y en distintos parajes,
ellos, que habían dado el ejemplo mientras sanos estaban, abandonados eran y,
solos, languidecían. Dejemos de lado el que cada ciudadano esquivase a los
otros, y el que casi ningún vecino se cuidase de los demás, y el que los
mismos parientes nunca se visitaran, o a
largos intervalos. Tal espanto había infundido aquella enfermedad en el pecho
de hombres y mujeres, que el hermano abandonaba al hermano, y el tío al sobrino,
y la hermana al hermano, y a menudo la mujer al marido; y (lo que más grave es
y casi increíble) los padres y las madres procuraban no atender ni visitar a
los hijo, como si no fuesen suyos. Por lo cual, siendo incalculable la multitud
de varones y hembras que enfermaban, no les quedaba otro recurso que apelar a
la caridad de los amigos (de los que había pocos) o a la avaricia de los
sirvientes, los cuales se contrataban con gruesos salarios y desventajosas
condiciones; y aun así no había muchos y solían ser hombres y mujeres de tosco
entendimiento y no acostumbrados a tal oficio. De manera que no valían más que
para entregar a los enfermos lo que estos pedían, o para asistir a su
fallecimiento; y, con todo, sirviendo en tal faena, muchas veces, por ganar,
perdían. Y al ser abandonados los enfermos por sus vecinos, parientes y amigos,
y al existir tanta escasez de sirvientes, sobrevino el uso, antes casi
inaudito, de que cuando una mujer, por gallarda, bella o gentil que fuese,
enfermaba, no se recatase de tomar a su servicio un hombre, joven o no, y le mostraba
sin vergüenza alguna cualquier parte de su cuerpo, como habría hecho con otra
mujer, si la necesidad de su dolencia se lo requería. Esto, en las que curaron,
quizá contribuyera y que tuviesen menos honestidad en el tiempo que siguió.
Aparte lo cual, aconteció la muerte de muchos que se hubiesen salvado de ser
atendidos, por lo que, entre la falta de servicios que los enfermos no
recibían, más la fuerza de la pestilencia, era tanta la multitud de los que en
la ciudad morían día y noches, que asombraba oírlo decir, y más presenciarlo.
De manera que, casi forzosamente, nacieron entre los ciudadanos que permanecían
vivos cosas contrarias a sus anteriores costumbres.
Era usanza (como hoy) que en la casa de un muerto se reunieran mujeres,
parientas y vecinas, con las allegadas del difunto, para llorarle, mientras
ante la casa mortuoria se juntaban con los deudos del finado sus vecinos y buen
golpe de otros ciudadanos. Venían luego clérigos, según la calidad del difunto,
el cual, a hombros de los suyos, con funeral pompa de cera y cánticos, era
conducido a la iglesia que él mismo hubiera elegido antes de morir. Pero cuando
empezó a crecer el rigor de la peste, estas cosas cesaron del todo o en su
mayor parte, y les sucedieron otras nuevas. De suerte que no solo morían los
hombres sin estar rodeados de mujeres, sino que muchos morían sin testigos, y
eran muy pocos los que gozaban de las piadosas quejas y amargas lágrimas de sus
familiares. Por el contrario, los más de los que sobrevivían se entregaban a risas
y bromas y algareras diversiones, usanza que muchas de las mujeres, dando de
lado su femenina piedad, aprendieron a maravilla, en pro de su salud. Eran
raros los cadáveres que fuesen a la iglesia acompañados de más de diez o doce
de sus vecinos; y no apreciados y honorables ciudadanos, sino una especie de
picamuertos, que se hacían llamar faquines y que se buscaban entre la gente
vil, pagándoles sus servicios, eran los que sustentaban el ataúd. El cual, con
presurosos pasos, se conducía, no a la iglesia que el difunto hubiese dispuesto
en vida, sino generalmente a la más cercana, llevando detrás, con seis
clérigos, los cuales, con ayuda de dichos faquines, y sin cansarse en exequias
largas ni solemnes, hacían poner el féretro en la sepultura vacía que más a
mano encontraban. La gente de poca calidad, y mucha de medicina, sufrían aún
más cúmulo de miserias, porque la mayoría, retenidos en sus casas por la
esperanza o la pobreza, sin salir de sus vecindades, enfermaban a millares
todos los días y, no siendo atendidos ni servidos en cosa alguna, morían casi
sin remedio. Muchos finaban de noches o de día en plena calle, y otros, aunque
sucumbiesen en sus casas, no daban razón de su muerte a los vecinos, sino con
el hedor de sus cadáveres corruptos; y de estos y de los demás que morían,
había abundancia.
Muchos de los vecinos dieron en una
costumbre observada de idéntica manera por todos, aunque les moviera no tanto
su caridad hacia los difuntos como el temor de que la corrupción de los muertos
les perjudicase. Y consistió en que ellos y algunos acarreadores, cuando los
encontraban, sacaban de sus casas los cuerpos de los fallecidos y los ponían
ante los umbrales, donde, por la mañana especialmente, habría podido ver
innúmeros muertos quien por la ciudad anduviese. Hacíanse después venir
ataúdes, y casos hubo en que, por escasez de ellos, se colocaron los cadáveres
sobre una tabla. Más de una vez sucedió que un mismo féretro llevara dentro dos
o tres cadáveres, y tampoco en una única ocasión, sino en muchas, una misma
caja contuvo mujer y marido, padre e hijo o dos o tres hermanos. Infinitas
veces acaeció que, yendo dos sacerdotes, con una cruz, acompañando a alguien,
se les añadieron dos o tres ataúdes, llevados por faquines, y así, creyendo los
prestes acompañar a un muerto, acompañaban a seis u ocho, cuando no a más. No
había para los difuntos lágrimas, ni luminarias, ni compañía que los honrase,
pues llegaba ya la cosa a tanto, que lo mismo se curaba nadie de la gente que
moría como ahora nos curaríamos de una cabra. Hízose manifiesto que lo que el
curso natural de las cosas no había podido, con pocos y raros males, mostrar a
los doctos, esto es, la necesidad de desplegar paciencia, pudo tornarse patente
a los más simples, volviéndolos, con la magnitud de cadáveres que cada día y
casi cada hora era llevada a todas las iglesias, sin que bastase la tierra
sacra para sepultarlos y manos para darles lugar propio, según la antigua
costumbre, se hicieron en los cementerios de los templos, llenos en su mayoría,
grandísimas fosas, en las cuales se metían a centenares los recién llegados,
estibándolos como las mercancías en las naves, muy juntos y con poca tierra
encima, hasta llegar a la superficie.
Y, por no ahondar más en todos los pormenores de las
pasadas miserias en nuestra ciudad acaecidas, digo que, transcurriendo en ella
tan adverso tiempo, no por eso se libró de él la campiña colindante, en la cual
(dejando aparte los castillos, semejantes, dentro de su pequeñez, a la ciudad),
en las diseminadas poblacioncillas y tierras, los míseros y pobres labradores,
con sus familias, sin servicio de médicos ni ayuda de servidores, morían, de
día y de noche indistintamente, en sus casas, caminos y predios, más como
bestias que como hombres. Diéronse, pues, a la dejadez como los ciudadanos, sin
ocuparse de sus asuntos ni haciendas; y todos, como si esperasen a diario ver
llegar la muerte, desdeñaban los futuros productos del ganado, de sus tierras y
de sus pasadas fatigas, y esforzábanse con gran ahínco solo en consumir aquello
de que disponían. De esto se originó que los bueyes, asnos, ovejas, cabras,
puercos, gallinas, y hasta los perros, siempre fidelísimos a los hombres,
viéndose expulsados de las viviendas, anduviesen a su albedrío por los campos,
donde crecían las mieses sin recoger, ni siquiera segar. Mas muchas bestias,
casi obrando como racionales, luego de pacer a su gusto durante el día, por la
noche retornaban a las moradas, sin pastor alguno que les guiase. En fin,
dejando aparte la campiña para volver a la ciudad, ¿qué más se puede decir sino
que fue tanta y tal la crueldad del cielo, y quizá la de los hombres, que desde
marzo al julio siguiente, en parte entre la potencia de la pestífera enfermedad
y en parte por estar muchos enfermos mal servidos y abandonados en sus necesidades
a causa del miedo que los sanos sentían, viénese a creer con certeza que más de
cien mil criaturas humanas perecieron intramuros de la ciudad de Florencia,
donde antes de aquella mortal incidencia quizá no se creyera que hubiese tantos
pobladores? ¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas casas, cuántas
nobles mansiones, antes pletóricas de familias, de señores y de mujeres,
quedaron vacías hasta del último de sus sirvientes! ¡Y cuántas memorables
alcurnias, cuántas inmensas herencias, cuántas riquezas famosas quedaron sin su
debido heredero! ¡Cuántos hombres valerosos, cuántas bellas mujeres, cuántos
bizarros jóvenes que Galeno, Hipócrates y Esculapio hubiesen juzgado rebosantes
de salud, almorzaron por la mañana con sus parientes, compañeros y amigos, para
a la noche siguiente cenar en el otro mundo con sus antepasados!” (Páginas 16 a 26).
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