viernes, 17 de abril de 2020

Libros para la cuarentena II: El Decamerón, de Giovanni Boccaccio


     Para esta lectura, he utilizado un libro que creía estaba entre las joyas de mi biblioteca. Pero basta una búsqueda en Iberlibro para descubrir que es una edición barata y frecuente. Se trata de un libro en octavo, una edición en pasta dura de Plaza & Janés, publicada en 1963. La traducción es de Juan G. de Luaces. En cuanto a la obra, consta de cien relatos que fueron escritos entre 1351 y 1353. ¿Por qué leerla entonces? De las muchas razones que podrían aducirse, transcribo las primeras páginas del libro, para que, salvando la distancia de nuestra época actual con la Europa del siglo XIV asolada por la peste, el lector extraiga sus conclusiones y considere cuáles son  las diferencias y cuáles las similitudes, algunas de las cuales ponen la carne de gallina. Así, el fragmento que comienza en la página 16 y llega hasta la 19 reza así:
     “Y digo, pues, que ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado al número de 1348, cuando en la egregia ciudad de Florencia, bellísima entre todas las de Italia, sobrevino una mortífera peste. La cual, bien por obra de los cuerpos superiores, o por nuestros inicuos actos, fue, en virtud de la justa ira de Dios, enviada a los mortales para corregirnos, tras haber comenzado algunos años atrás en las regiones orientales en las que arrebató innumerable cantidad de vidas y desde donde, sin detenerse en lugar alguno, prosiguió, devastadora, hacia Occidente, extendiéndose de continuo. Y no valían contra ella, previsión ni providencia humana alguna, como limpiar la ciudad operarios nombrados al efecto, y prohibirse que ningún enfermo entrase en la población, y darse muchos consejos para conservar la salud, y hacerse, no una, sino muchas veces, humildes rogativas a Dios, en procesiones ordenadas, y de otras maneras, por las personas devotas. En todo caso, lo cierto fue que, al principiar la primavera del año antedicho comenzaron a manifestarse, horrible y milagrosamente, los dolorosos efectos de la pestilencia. Mas no obraba como en Oriente, donde al verter sangre por la nariz era signo seguro de muerte inevitable, sino que aquí, al empezar la enfermedad, nacíanles a hembras y varones, en las ingles o en los sobacos, unas hinchazones que a veces alcanzaban a ser como una manzana común, y otras como un huevo, y otras menores y mayores otras. Daba la gente ordinaria a estos bultos el nombre de bubas. Y, a poco espacio, las mortíferas inflamaciones empezaron a aparecer indistintamente en todas partes del cuerpo; y en seguida los síntomas de la enfermedad se trocaron en manchas negras o lívidas que en brazos, muslos y demás partes del cuerpo sobrevenían en muchos, ora grandes y diseminadas, ora apretadas y pequeñas. Y así como la buba primitiva era, y seguía siendo, signo certísimo de futura muerte, éranlo también estas manchas. Para curar tal enfermedad no parecía servir ni consejos de médicos ni mérito de medicina alguna, bien porque la naturaleza del mal no lo consintiera, o bien porque a la ignorancia de los medicamentos (cuyo número, aparte del de los hombres de ciencia, había, entre hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de medicina, héchose grandísimo) se escapase el origen del daño y el modo de atajarlo. Y así, no solo eran pocos los que curaban, sino que casi todos, al tercer día de la aparición de los supradichos signos, cuando no algo antes o algo después, morían sin fiebre alguna ni otro accidente.
     Adquirió aquella peste mayor fuerza porque los enfermos la transmitían a los sanos al comunicar con ellos, como el fuego a las cosas, secas o empapadas, que se le acercan mucho. Y aun esto se agravó al extremo de que no solo el hablar o tratar a los enfermos producía a los sanos enfermedad y comúnmente muerte, sino que el tocar las ropas o cualquier objeto sobado o manipulado por los enfermos, transmitía la dolencia al tocante. Maravilloso sería oír lo que afirmo si los ojos de muchos y los míos propios no lo hubiesen visto, de manera que yo no osaría creerlo, y menos escribirlo, si mucha gente digna de fe no lo hubiese visto u oído. Y digo que de tanto poder fue la naturaleza de la sobredicha pestilencia, en materia de pasar de uno a otro, sino que las cosas del enfermo o muerto de la enfermedad, si eran tocadas por animales ajenos a la especie humana, los contagiaba y aun los hacían morir en término brevísimo. Por mis propios ojos (como ha poco dije) presencié, entre otras veces, esta experiencia un día: yacían en la vía pública los harapos de un pobre hombre muerto algo antes, y dos puercos, llegándose a ellos, oliéronlos y asiéronlos con los dientes, según su costumbre, y a poco, tras algunas convulsiones como si hubieran tomado veneno, ambos cayeron muertos en tierra sobre los mal compuestos andrajos.

A Tale from Decameron por John William Waterhouse, 1916, Lady Lever Art Gallery, Liverpool.


   Estas cosas, y muchos otras semejantes y hasta peores, provocaron numerosas imaginaciones y miedos ente los que conservaban la vida, quienes no miraban más que a una finalidad harto cruel: la de alejarse de los enfermos y de sus casas, con lo que creían adquirir salud. Había no pocos que entendían que el vivir moderadamente y guardarse de toda superfluidad ayudaba mucho a resistir tan mal accidente, y así, reuniéndose en grupos, vivían separados de todos los demás, recogiéndose en sus casas y recluyéndose en lugares donde no hubiese enfermo alguno. Procuraban, de esta suerte, vivir mejor, consumiendo muy temperadamente delicadísimos manjares y excelentes vinos, rehuyendo toda lujuria, sin hablar con nadie, sin querer recibir de fuera noticia alguna de muertos o enfermos, y gozando de las músicas y demás placeres que tuviesen a su alcance. Otros, opinando lo contrario, decían que el gozar y el beber mucho, y el andar solazándose, y el satisfacer todos los apetitos que se pudiese, y el reírse y burlarse, era medicina infalible contra el mal. Y lo que decían, poníanlo en práctica según sus medios, y día y noche erraban de taberna en taberna, bebiendo sin medida y sin tino, y aún excediéndose más en las otras cosas que les venían en grado o placer. Podían entregarse a esto con ligereza, porque todos (como si no debieran seguir viviendo) habían dejado sus asuntos en abandono, por lo que la mayoría de las casas eran tal que de dominio común y usábanlas, los extraños, si les apetecía, como los propios dueños. Y con esta bestial conducta, siempre los enfermos se alejaban de los que la seguían.
   Tanta aflicción y miseria de nuestra ciudad hicieron que la venerable autoridad de las leyes, así humanas como divinas, decayera y se disolviese, ya que los ministros ejecutores de ellas habían, como los demás hombres, muerto o enfermado, o encerrádose de tal modo con sus familias, que no podían cumplir oficio alguno por lo que a cualquiera le resultaba lícito ejecutar lo que se le antojare. Entre estos dos extremos dichos, muchas otras genes llevaban una vida intermedia, ni recluyéndose en sus viviendas, como los primeros, ni excediéndose en beber y otras disoluciones tanto como los segunos, sino usando, según su apetito, las cosas en cantidad suficiente y no encerrándose, mas andando con flores en las manos unos, con hierbas aromáticas otros y algunos con diversos estilos de especias. Llevábanse a la nariz de vez en cuando estas cosas, creyendo óptimo confortar el cerebro con tales aromas, para combatir el aire, fétido y cargado de los hedores de los cadáveres, de la enfermedad y de los medicamentos. Algunos, con más crueles sentimientos (como si ello fuese más seguro) decían que no había contra el mal medicina mejor que escapar de él; y movidos por esta opinión, no pensando en nada sino en sí mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron su ciudad, sus casas, sus lugares, sus parientes y sus cosas, y buscaron el campo ajeno o el propio, cual si la ira de Dios, al castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste, no pudiera extenderse a cualquier parte, sino que solo hubiera de oprimir a los que se hallasen dentro de los muros de la ciudad; o cual si ninguna persona debiera permanecer en ella, so pena de que le llegara la última hora.
   Mas aun cuando los que tan diversamente opinaban no todos muriesen, no por eso se salvaban todos, sino que, enfermando muchos y en distintos parajes, ellos, que habían dado el ejemplo mientras sanos estaban, abandonados eran y, solos, languidecían. Dejemos de lado el que cada ciudadano esquivase a los otros, y el que casi ningún vecino se cuidase de los demás, y el que los mismos  parientes nunca se visitaran, o a largos intervalos. Tal espanto había infundido aquella enfermedad en el pecho de hombres y mujeres, que el hermano abandonaba al hermano, y el tío al sobrino, y la hermana al hermano, y a menudo la mujer al marido; y (lo que más grave es y casi increíble) los padres y las madres procuraban no atender ni visitar a los hijo, como si no fuesen suyos. Por lo cual, siendo incalculable la multitud de varones y hembras que enfermaban, no les quedaba otro recurso que apelar a la caridad de los amigos (de los que había pocos) o a la avaricia de los sirvientes, los cuales se contrataban con gruesos salarios y desventajosas condiciones; y aun así no había muchos y solían ser hombres y mujeres de tosco entendimiento y no acostumbrados a tal oficio. De manera que no valían más que para entregar a los enfermos lo que estos pedían, o para asistir a su fallecimiento; y, con todo, sirviendo en tal faena, muchas veces, por ganar, perdían. Y al ser abandonados los enfermos por sus vecinos, parientes y amigos, y al existir tanta escasez de sirvientes, sobrevino el uso, antes casi inaudito, de que cuando una mujer, por gallarda, bella o gentil que fuese, enfermaba, no se recatase de tomar a su servicio un hombre, joven o no, y le mostraba sin vergüenza alguna cualquier parte de su cuerpo, como habría hecho con otra mujer, si la necesidad de su dolencia se lo requería. Esto, en las que curaron, quizá contribuyera y que tuviesen menos honestidad en el tiempo que siguió. Aparte lo cual, aconteció la muerte de muchos que se hubiesen salvado de ser atendidos, por lo que, entre la falta de servicios que los enfermos no recibían, más la fuerza de la pestilencia, era tanta la multitud de los que en la ciudad morían día y noches, que asombraba oírlo decir, y más presenciarlo. De manera que, casi forzosamente, nacieron entre los ciudadanos que permanecían vivos cosas contrarias a sus anteriores costumbres.
   Era usanza (como hoy) que en la casa de un muerto se reunieran mujeres, parientas y vecinas, con las allegadas del difunto, para llorarle, mientras ante la casa mortuoria se juntaban con los deudos del finado sus vecinos y buen golpe de otros ciudadanos. Venían luego clérigos, según la calidad del difunto, el cual, a hombros de los suyos, con funeral pompa de cera y cánticos, era conducido a la iglesia que él mismo hubiera elegido antes de morir. Pero cuando empezó a crecer el rigor de la peste, estas cosas cesaron del todo o en su mayor parte, y les sucedieron otras nuevas. De suerte que no solo morían los hombres sin estar rodeados de mujeres, sino que muchos morían sin testigos, y eran muy pocos los que gozaban de las piadosas quejas y amargas lágrimas de sus familiares. Por el contrario, los más de los que sobrevivían se entregaban a risas y bromas y algareras diversiones, usanza que muchas de las mujeres, dando de lado su femenina piedad, aprendieron a maravilla, en pro de su salud. Eran raros los cadáveres que fuesen a la iglesia acompañados de más de diez o doce de sus vecinos; y no apreciados y honorables ciudadanos, sino una especie de picamuertos, que se hacían llamar faquines y que se buscaban entre la gente vil, pagándoles sus servicios, eran los que sustentaban el ataúd. El cual, con presurosos pasos, se conducía, no a la iglesia que el difunto hubiese dispuesto en vida, sino generalmente a la más cercana, llevando detrás, con seis clérigos, los cuales, con ayuda de dichos faquines, y sin cansarse en exequias largas ni solemnes, hacían poner el féretro en la sepultura vacía que más a mano encontraban. La gente de poca calidad, y mucha de medicina, sufrían aún más cúmulo de miserias, porque la mayoría, retenidos en sus casas por la esperanza o la pobreza, sin salir de sus vecindades, enfermaban a millares todos los días y, no siendo atendidos ni servidos en cosa alguna, morían casi sin remedio. Muchos finaban de noches o de día en plena calle, y otros, aunque sucumbiesen en sus casas, no daban razón de su muerte a los vecinos, sino con el hedor de sus cadáveres corruptos; y de estos y de los demás que morían, había abundancia.
Muchos de los vecinos dieron en una costumbre observada de idéntica manera por todos, aunque les moviera no tanto su caridad hacia los difuntos como el temor de que la corrupción de los muertos les perjudicase. Y consistió en que ellos y algunos acarreadores, cuando los encontraban, sacaban de sus casas los cuerpos de los fallecidos y los ponían ante los umbrales, donde, por la mañana especialmente, habría podido ver innúmeros muertos quien por la ciudad anduviese. Hacíanse después venir ataúdes, y casos hubo en que, por escasez de ellos, se colocaron los cadáveres sobre una tabla. Más de una vez sucedió que un mismo féretro llevara dentro dos o tres cadáveres, y tampoco en una única ocasión, sino en muchas, una misma caja contuvo mujer y marido, padre e hijo o dos o tres hermanos. Infinitas veces acaeció que, yendo dos sacerdotes, con una cruz, acompañando a alguien, se les añadieron dos o tres ataúdes, llevados por faquines, y así, creyendo los prestes acompañar a un muerto, acompañaban a seis u ocho, cuando no a más. No había para los difuntos lágrimas, ni luminarias, ni compañía que los honrase, pues llegaba ya la cosa a tanto, que lo mismo se curaba nadie de la gente que moría como ahora nos curaríamos de una cabra. Hízose manifiesto que lo que el curso natural de las cosas no había podido, con pocos y raros males, mostrar a los doctos, esto es, la necesidad de desplegar paciencia, pudo tornarse patente a los más simples, volviéndolos, con la magnitud de cadáveres que cada día y casi cada hora era llevada a todas las iglesias, sin que bastase la tierra sacra para sepultarlos y manos para darles lugar propio, según la antigua costumbre, se hicieron en los cementerios de los templos, llenos en su mayoría, grandísimas fosas, en las cuales se metían a centenares los recién llegados, estibándolos como las mercancías en las naves, muy juntos y con poca tierra encima, hasta llegar a la superficie.

     Y, por no ahondar más en todos los pormenores de las pasadas miserias en nuestra ciudad acaecidas, digo que, transcurriendo en ella tan adverso tiempo, no por eso se libró de él la campiña colindante, en la cual (dejando aparte los castillos, semejantes, dentro de su pequeñez, a la ciudad), en las diseminadas poblacioncillas y tierras, los míseros y pobres labradores, con sus familias, sin servicio de médicos ni ayuda de servidores, morían, de día y de noche indistintamente, en sus casas, caminos y predios, más como bestias que como hombres. Diéronse, pues, a la dejadez como los ciudadanos, sin ocuparse de sus asuntos ni haciendas; y todos, como si esperasen a diario ver llegar la muerte, desdeñaban los futuros productos del ganado, de sus tierras y de sus pasadas fatigas, y esforzábanse con gran ahínco solo en consumir aquello de que disponían. De esto se originó que los bueyes, asnos, ovejas, cabras, puercos, gallinas, y hasta los perros, siempre fidelísimos a los hombres, viéndose expulsados de las viviendas, anduviesen a su albedrío por los campos, donde crecían las mieses sin recoger, ni siquiera segar. Mas muchas bestias, casi obrando como racionales, luego de pacer a su gusto durante el día, por la noche retornaban a las moradas, sin pastor alguno que les guiase. En fin, dejando aparte la campiña para volver a la ciudad, ¿qué más se puede decir sino que fue tanta y tal la crueldad del cielo, y quizá la de los hombres, que desde marzo al julio siguiente, en parte entre la potencia de la pestífera enfermedad y en parte por estar muchos enfermos mal servidos y abandonados en sus necesidades a causa del miedo que los sanos sentían, viénese a creer con certeza que más de cien mil criaturas humanas perecieron intramuros de la ciudad de Florencia, donde antes de aquella mortal incidencia quizá no se creyera que hubiese tantos pobladores? ¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas casas, cuántas nobles mansiones, antes pletóricas de familias, de señores y de mujeres, quedaron vacías hasta del último de sus sirvientes! ¡Y cuántas memorables alcurnias, cuántas inmensas herencias, cuántas riquezas famosas quedaron sin su debido heredero! ¡Cuántos hombres valerosos, cuántas bellas mujeres, cuántos bizarros jóvenes que Galeno, Hipócrates y Esculapio hubiesen juzgado rebosantes de salud, almorzaron por la mañana con sus parientes, compañeros y amigos, para a la noche siguiente cenar en el otro mundo con sus antepasados!” (Páginas 16  a 26).

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