
La supuesta incompatibilidad entre calidad literaria y éxito de ventas es un invento moderno "ad maiorem Criticae gloriam". Nunca se planteó si el mayor "bestseller" de todos los tiempos, la
Biblia, era una obra bella o no desde el punto de vista literario: claro estaba que sí lo era, no hay más que leer
El cantar de los cantares para disipar cualquier duda. De igual modo sucede con la
Ilíada y la
Odisea de Homero.
Más cerca de nuestro siglo, el excelso
Quijote, aparentemente hoy sólo apto para paladares lectores exquisitos, fue un éxito de ventas en el siglo XVII, y según las investigaciones de Francisco Rico, en el mismo año de 1606, recién salido de la imprenta de Juan de la Cuesta, se hallaron ejemplares en América, formando parte del equipaje de colonos españoles que habían probado hacer fortuna en otras tierras y los llevaban para su entretenimiento, ninguno de ellos era profesor universitario, por cierto.
Creemos necesario este preámbulo porque, especialmente desde el éxito monumental y globalizado de
El código da Vinci, de Dan Brown, se da por hecho que cualquier libro cuya cifra de ventas alcance el millón de ejemplares en poco tiempo ha de ser necesariamente una obra de pésima literatura. Y en estas estábamos cuando el fenómeno
Millenium de
Stieg Larsson nos ha estallado en las narices. Autores y críticos de mucho renombre han saltado a la palestra para defender la calidad de la trilogía del autor sueco. Aquí mencionaremos la de Mario Vargas Llosa en El País,
Lisbeth Salander debe vivir, y la
"Canela fina" que le ha dedicado Luis María Anson en El Cultural de El Mundo.
A pesar de recomendar dos artículos muy elogiosos con el novelista y con su obra, nosotros no nos pronunciamos al respecto -aún no hemos leído ninguna de las novelas-, pero decididamente hay algo en el fenómeno que no nos gusta. Se hacía raro ver este verano que, de cada diez lectores, ocho leían el mismo libro.